«La democracia existente, allí donde la hay, y en la medida en que la hay, está acercándose a un lugar en el que o avanza o desaparece, o se radicaliza, en alguno de los sentidos posibles de este término, o retrocede por la presión extraordinaria a la que está sometida».
«¿Por qué las mayorías no asumen casi nunca objetivos de cambio radical?» y «¿por qué, cuando lo hacen, las fuerzas reaccionarias enseñan su verdadero rostro y muestran que su lealtad a las reglas democráticas es solamente instrumental y oportunista?». Estas son algunas de las preguntas que se plantean en estas páginas ante la constatación de una urgencia compartida: ¿qué podemos hacer cuando la democracia está en peligro?
Ronald Reagan y Margaret Thatcher en la derecha; Bill Clinton, Tony Blair y Felipe González en la izquierda, son ejemplos de la aceptación mayoritaria que tuvieron en la década de los ochenta las políticas neoliberales que vinieron a poner en crisis el concepto imperante de estado del bienestar. Cuatro décadas después, la ola reaccionaria avanza con desigual fortuna y velocidad en distintos países. Así, sabemos que la situación que afrontamos no es fruto de un malestar pasajero. Hay factores estructurales que están determinando el retroceso de la democracia. Una vez que incluso sus más reconocidos hagiógrafos dan por concluidas las sucesivas oleadas de democratización, hemos caído en la cuenta de que en esta materia no nos vale ya, como pensábamos, quedarnos como estamos. Atrincherarnos en la defensa de la —imperfecta, incompleta— democracia existente equivale a conformarse con su muerte por inanición, un suicidio programado. Paradójicamente, la estrategia del muro defensivo, el intento por trazar una línea roja que detenga el retroceso es mucho más arriesgada, mucho menos realista, mucho más utópica que la estrategia contraria, la que busca recuperar el hilo perdido de la radicalidad democrática.