El astuto Pradera ha tramado en este libro un ardid diabólico (y muy propio de su ya inveterada perfidia): primero nos encandila con la añagaza de unos misterios sibilinos que algunos tacharían de capciosos: ¿sabéis cuáles eran las canciones favoritas de melómanos tan delicados como Sadam Huseín, Fr...
El astuto Pradera ha tramado en este libro un ardid diabólico (y muy propio de su ya inveterada perfidia): primero nos encandila con la añagaza de unos misterios sibilinos que algunos tacharían de capciosos: ¿sabéis cuáles eran las canciones favoritas de melómanos tan delicados como Sadam Huseín, Francisco Franco o Adolf Hitler, de sensibilidades tan exquisitas como Lauren Bacall, Audrey Hepburn o Isabel II (reina del Reino Unido)? Muñida esa intriga, el intrigante procede a saciar nuestros apetitos con una deliciosa (y, por cierto, divertidísima) catarata de anécdotas, calamidades y portentos que arrojan una luz nueva o hasta ahora inédita sobre varias decenas de piezas musicales (veinticuatro para ser exactos). ¿Sabíais, por ejemplo, que «As Time Goes By» debe su inmarcesible presencia en Casablanca al inoportuno corte de pelo que padeció la icónica Ingrid Bergman? (No hemos hallado adjetivos más vulgares.) Pues bien: ese incidente es apenas el principio de la fiesta. Después vienen cuantiosos despelotes. No obstante, debemos señalar que esta obra magna no se arredra frente a ciertas observaciones algo sesudas y muy musicológicas, pero su taimado autor las viste de tal modo que brillan por su claridad hasta en los oídos más obtusos. Milagros de la divulgación bien entendida. Aquí se nos ofrece un opíparo banquete musical (ya lo hemos dicho) cuyo rasgo más insólito es su riguroso catolicismo (eso no lo hemos dicho): imbuido de un admirable espíritu ecuménico, el padre Máximo acoge en su seno un tumulto de obras casi pecaminoso y desde luego insolente por su variedad: baja a las cabañas y sube a los palacios, transita desde lo cutre (e incluso lo chungo) hasta lo sublime sin mover una ceja displicente. Todo le interesa, nada humano le es ajeno. Así, de «Mambrú se fue a la guerra» pasamos a Lohengrin con pasión wagneriana; de Juanita Reina a Shostakóvich con folclórica alegría; de La marsellesa a «Like a Rolling Stone» con ardor guerrero y mala leche dylanita. Etcétera, etcétera. Los gustos que maneja el señor arzobispo (ya lo hemos ascendido) son severamente eclécticos porque las músicas del mundo son severamente heterogéneas: si la verdad puede brotar en cualquier sitio, la belleza brota en las melodías más dispares y el interés en los rincones más inesperados. Hasta ellos nos conduce el astuto Pradera. Que Dios se lo pague.
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